lunes, 12 de abril de 2010

CIENCIA Y CONOCIMIENTO CIENTÍFICO: ENSAYO DE DEFINICIÓN GNOSEOLÓGICA - Primera Parte

I. EL DEBATE SOBRE LAS IDEAS DE «CIENCIA»

Dentro del ámbito de nuestra tradición cultural racionalista y occidental, no parece dudarse actualmente de que la Historia, en su calidad de disciplina académica sólidamente establecida, forma parte integrante y legítima de la llamada «República de las Ciencias». Y sin embargo, los conceptos y vocablos de «Historia» y «Ciencia» no siempre han guardado esta relación de inclusión asimétrica. Muy al contrario, hasta hace poco más de dos siglos ambos eran conceptos no conjugables y absolutamente disociados y disociables. Sólo con las transformaciones culturales asociadas bajo el rótulo de Ilustración se inició el complejo proceso que llevó a la conexión entre uno y otro y al surgimiento de un nuevo vocablo, el de «ciencias históricas», que pasó a tener amplio curso y vigencia general en la sociedad. Y, como es fácil de sospechar, tras esa nueva formulación, aparentemente sencilla y neutra, se ocultaba la génesis de una tesis de enorme y polémico alcance gnoseológico. Ciertamente, considerar a la Historia como una de las ciencias constituidas exige disponer de unos criterios precisos y rigurosos que sirvan para definir los rasgos distintivos del conocimiento científico y para discriminar al mismo respecto a otro tipo de conocimientos muy variados y coexistentes en la actualidad: conocimientos míticos, mágicos, religiosos, tecnológicos, etc. Exige, en suma, disponer de una idea y concepto de Ciencia, por muy sumaria que ésta sea, y justificar las razones por las cuales la Historia queda incluida en el campo de ese tipo particular de conocimiento humano.

La respuesta a esa exigencia excede claramente del cometido profesional de los historiadores, pues la reflexión sobre el conocimiento científico y las relaciones de las diversas ciencias entre sí y con otros tipos de saberes constituye el dominio de una disciplina filosófica particular: la Gnoseología o teoría del conocimiento. Y ello sin menoscabo del interés y agudeza que puedan tener las aportaciones de historiadores que reflexionan sobre los fundamentos gnoseológicos de su práctica científica, porque en ese caso estarán ejerciendo como filósofos y no como historiadores. En consecuencia, es natural que la amplia generalidad de los profesionales de la Historia siempre se hayan entregado (y se entreguen) a su labor sin mayores preocupaciones al respecto. Incluso es comprensible la desconfianza y recelo que provoca entre los mismos la mención de temas como el discutido carácter científico del conocimiento histórico, la validez de sus conclusiones, la naturaleza de su relación con el pasado históricamente acontecido, la objetividad (y necesidad) de sus afirmaciones, etc.

Ese desdén receloso hacia las reflexiones de la filosofía de la Historia ha sido una constante del gremio de historiadores desde su constitución como grupo profesional a principios del siglo XIX. Por ejemplo, Charles Seignobos y Charles Langlois, autores de un influyente manual francés de introducción a la Historia, recogían en 1898 el siguiente juicio sobre los tratados de filosofía y teoría de la historia:

[...] son forzosamente a la par oscuros e inútiles: oscuros, puesto que no hay nada más vago que su objeto; inútiles, porque se puede ser historiador sin preocuparse de los principios de la metodología histórica que tienen la pretensión de exponer.

Y la persistencia de esta tradición queda reflejada en la opinión de uno de los grandes renovadores de las ciencias históricas en la primera mitad del siglo XX, el fundador de la revista francesa Annales, Lucien Febvre: «Filosofar [...] significa en boca de un historiador [...] el crimen capital». Más recientemente, el historiador británico Geoffrey R. Elton, reiteraba un juicio que podría considerarse representativo del sentir actual de una sección notable (¿acaso quizá todavía mayoritaria?) de la profesión:

La preocupación filosófica por problemas tales como la realidad del conocimiento histórico o la naturaleza del pensamiento histórico solamente sirve para dificultar la práctica de la Historia.[1]

Frente a esa desconfianza hacia el llamado despectivamente «teoreticismo» y consecuente predilección por el supuesto «pragmatismo», cabría recordar a este grupo de historiadores la advertencia que hiciera John Maynard Keynes a los economistas reacios a pensar y reflexionar sobre los problemas teóricos, filosóficos, generados por su propia disciplina:

Los hombres prácticos, que se creen libres por completo de cualquier influencia intelectual, generalmente son esclavos de las ideas de algún economista difunto.[2]

Dicha advertencia es tanto más oportuna cuanto que todo historiador (como cualquier otro científico), de facto, está obligado necesariamente a utilizar conceptos, ideas, categorías y modelos teóricos en el ejercicio práctico de su actividad profesional. Y ello exige, como mínimo, cierta conciencia de las dificultades implícitas en el uso de esos elementos y un grado de atención a las reflexiones que sobre los mismos se elaboran desde otras disciplinas científicas y filosóficas. En caso contrario, se corre el riesgo de caer en el uso ligero e impreciso de los términos, las ideas y los métodos, reduciendo o anulando el valor de las investigaciones históricas a efectos de las restantes disciplinas que utilizan sus resultados como material de trabajo propio o contrafigura. Lo que es aún más grave: la ingenuidad filosófica y teórica que alimenta ese recelo o pereza intelectual conduce a veces a errores notables en la práctica de la profesión, acarreando equívocos en la autoconcepción de la naturaleza y valor de la disciplina y obstaculizando su enseñanza y función científica y social.

Esos peligros son evidentes si tenemos en cuenta la vigencia y aprobación con que cuentan en el gremio algunas formulaciones teóricas notablemente primarias e ingenuas, cuando no manifiestamente contradictorias. Por ejemplo, la célebre definición de la Historia como «el conocimiento científico del pasado» olvida que el pasado, por definición, no existe, y que difícilmente puede haber conocimiento científico de algo que no tiene presencia física actual. De igual modo, las también célebres definiciones de la Historia como «ciencia de los hombres», «ciencia de las sociedades en el tiempo», etc., se revelan como notoriamente insuficientes para discriminar la Historia de la anatomía, la antropología cultural o la sociología, por citar sólo algunos casos (y ello suponiendo que pudiera darse alguna ciencia situada fuera de la sociedad y del tiempo).

En atención a esos peligros, parece necesario detenerse siquiera brevemente a exponer las razones que acreditan, a nuestro modo de ver y según una extensa tradición académica, el estatuto científico de la Historia. Y ello exige, a su vez, enunciar la idea de «Ciencia» que está fundamentando dicha afirmación, con el fin de que pueda servir como criterio de demarcación (y discriminación) respecto a otro tipo de instituciones y saberes histórico-culturales: la mitología, la magia, la religión, las técnicas y tecnologías, etc. Para ello, se hace imprescindible recurrir a los estudios e investigaciones recientes en el ámbito de la Gnoseología en su calidad de teoría lógico-material de la ciencia (una disciplina que no debe confundirse, pese a su íntima conexión, con la Epistemología o «teoría del conocimiento verdadero»).[3]

La idea de «Ciencia», en nuestro ámbito cultural occidental, recoge cuatro acepciones básicas y diferentes que han ido desarrollándose históricamente y que, en gran medida, siguen subsistiendo y compitiendo. La primera acepción es la de «saber hacer» (la «ciencia del navegante o del zapatero»), una derivación evidente de la noción de sapientia (sabiduría) propia de los oficios y cuyo escenario de cristalización fueron los talleres artesanos. El segundo sentido de la palabra, de raigambre aristotélica y tallado sobre el patrón de la Geometría, es equivalente a la idea griega de episteme y se presenta como «sistema de proposiciones derivadas de principios», cuyo marco de elaboración fue la escuela y la academia. La tercera acepción, superadora de las otras dos, denota exclusivamente a las «ciencias positivas» surgidas en la época moderna (tanto «empíricas», la Física, como «formales», las Matemáticas) y cultivadas en los laboratorios con nuevos métodos basados en la formulación de hipótesis, la observación y descripción de la realidad material propia de su campo de análisis, y la práctica del ensayo y la experimentación para validar o refutar las hipótesis y construir las teorías explicativas de los fenómenos. Finalmente, la cuarta acepción de ciencia es una extensión de la anterior a prácticas, actividades y realidades que ya no son empírico-naturales ni abstracto-formales, sino genuinamente humanas y sociales (la Lingüística, la Economía, la Historia ...), dando origen al vocablo de «ciencias humanas», «ciencias sociales» o «ciencias culturales».[4]

Desde una perspectiva de análisis gnoseológico, resulta evidente que las dos últimas acepciones son las fundamentales a la hora de determinar los contenidos precisos y rigurosos de la idea de ciencia stricto sensu en la actualidad. Y en torno básicamente a la interpretación de esas dos acepciones se han ido configurando las distintas y enfrentadas teorías gnoseológicas sobre la ciencia.

Una corriente teórica muy extendida y que goza de gran predicamento en los propios círculos científicos (y, por ende, historiográficos) postula la existencia de una idea de ciencia neutra, puramente «descriptiva» en su intención. A tenor de esta corriente, ciencia sería simplemente

el resultado de una actividad cognoscitiva que recoge materiales de la experiencia, los contrasta y los sistematiza, formulando teorías explicativas, incluso axiomáticas, o modelos de reorganización.[5]

Así pues, la ciencia estaría constituida por un tipo de «conocimiento» referido a una «experiencia», por una «teoría» o «forma» que da cuenta conceptualmente de unos «hechos» o «materia» objetivos y externos. La crítica básica a esta idea es que carece de potencia para discriminar conocimientos cuyo estatuto gnoseológico es claramente diferente. Por ejemplo, sirve para aplicarse a la Química y la Matemática, pero también a la crítica literaria o artística y a las disciplinas jurídicas (no digamos a la Teología en cuanto saber sobre la Divinidad). En realidad, este uso laxo del término «ciencia» como «cuerpo organizado de conocimientos» es equívoco e ineficaz. Se trata más bien de un sinónimo de la palabra «disciplina» (incorporando en su contenido la segunda acepción de ciencia históricamente desarrollada) y excluye dos atributos de toda ciencia que, desde Descartes al menos, se han reconocido como ineludibles: su carácter necesario y verdadero. Tal tipo de idea, ligada esencialmente a la tradición filosófica empirista y positivista, es solidaria en algunas ocasiones de la tesis de que, en realidad, sólo existe un «método científico» que se aplica uniformemente a distintos objetos materiales para crear representaciones teóricas y explicativas de los mismos. El historiador Ciro F. S. Cardoso, en un conocido manual de introducción a las ciencias históricas, se adscribía fielmente a esta idea de Ciencia, que parecería fundamentar el carácter científico de la investigación historiográfica:

Ciencia es un tipo de actividad (y el resultado de dicha actividad) que consiste en aplicar a un objeto el método científico, es decir, el método del planteamiento y control de problemas según el esquema básico: teoría - hipótesis - verificación - vuelta a la teoría; lo hace para construir reproducciones conceptuales de las estructuras de los hechos.[6]

Más recientemente, el historiador Julio Aróstegui también ha reiterado y afinado esa misma concepción dualista de la ciencia:

Hay, en definitiva, dos elementos esenciales de un conocimiento científico. Primero, una «experiencia» y una «realidad experimental» que normalmente llamamos realidad empírica, pero que, en segundo lugar, es conocida porque el hombre puede aportar algo que está fuera de la experiencia, la lógica, la capacidad discursiva sistemática. La ciencia es, en una palabra, el conocimiento adquirido a través de la observación de la realidad y la teoría explicativa que se construye sobre los fenómenos que ocurren en ella.[7]

Cabe calificar a esta idea de ciencia como «descripcionista» en cuanto que entiende los contenidos de una ciencia como reproducción o reflejo teórico y formal de un material objetivo y externo que se supone previamente dado y autónomo. El neopositivismo del Círculo de Viena (integrado por filósofos y científicos de la talla de Schlick, Neurath, Carnap, etc.) representa quizá el modelo más puro de teoría descripcionista: «el fin de la ciencia es dar una descripción verdadera de los hechos». A tenor de ella, la «verdad científica» es un des-vela-miento: la verdad reside en la materia y el científico no hace más que describirla, des-cubrirla, des-velarla. La materia es el lugar de la verdad científica y la forma (lógica, matemática o lingüística) no agrega verdad alguna sino que la refleja y representa. La metáfora óptica del «espejo» (el constituido por la forma respecto de la materia) define bien la naturaleza del conocimiento científico en el seno del descripcionismo.

El grave defecto de esta idea es que no da cuenta del proceder efectivo, operativo y constructivista, de las ciencias positivas, puesto que ninguna ley universal puede derivarse de un número finito de datos experimentales y el método inductivo (la inferencia por abstracción desde el caso empírico particular al concepto teórico general) no basta para fundamentar ningún conocimiento objetivo, verdadero y necesario. Además, es pura ingenuidad gnoseológica pretender que, por un lado, hay unos hechos (la materia) y, por otro, hay una teoría (la forma); por un lado unos hechos sensoriales, empíricos, y por otro, sobrevolándolos, una construcción racional (de apariencia lingüística, lógica o matemática). Muy al contrario, como veremos más adelante, la construcción racional, la razón, no es otra cosa sino la misma reorganización de las percepciones, de los perceptos, que son los objetos mismos. En palabras de la tradición filosófica racionalista: Verum est factum (la verdad está en el hecho). O como ya afirmara Giambattista Vico en su Nueva Ciencia, 1725: «el criterio de tener ciencia de una cosa es efectuarla». Porque no en vano, cabría añadir, el homo sapiens es también y a la par homo faber, como subrayó el filósofo Anaxágoras en el siglo V a.C: «el hombre piensa porque tiene manos». El antropólogo y prehistoriador André Leroi-Gourhan ha explicado claramente esta íntima vinculación entre el gesto manual (contacto con la materia) y la palabra oral (depósito de la forma) en su clásico estudio sobre el origen del lenguaje humano:

A una posición bípeda y una mano libre, y por consiguiente a una caja craneana considerablemente despejada en su bóveda media, no puede corresponder sino un cerebro ya equipado para el ejercicio de la palabra [...]. En otras palabras, a partir de una fórmula idéntica a la de los primates, el hombre fabrica útiles concretos y símbolos, los unos y los otros desligándose del mismo equipo fundamental. Esto lleva a considerar no solamente que el lenguaje es tan característico del hombre como el útil, sino que ambos no son más que la expresión de la misma propiedad del hombre [...]. Hay posibilidad de lenguaje a partir del momento que la prehistoria entrega útiles, pues útil y lenguaje están ligados neurológicamente, y uno y otro no son disociables en la estructura social de la humanidad. [...] Actualmente y en todo el curso de la historia, el progreso técnico está ligado al progreso de los símbolos técnicos del lenguaje.[8]

Todavía más recientemente, el físico Pierre-Gilles de Gennes ha vuelto a recordar con precisión esa estrecha e indisoluble conexión entre técnica manual, operativa (material), y capacidad racional y especulativa (formal):

Para pensar hace falta estar en contacto con la realidad. La inteligencia nació en el hombre porque tenía manos que le permitían hacer cosas que no podían los monos.[9]

Compitiendo con la idea «descripcionista» y tratando de superar sus antinomias y contradicciones, aparece la idea «teoreticista» de ciencia, ligada actualmente a la escuela del filósofo austro-británico Karl Popper (1902-1994). Esta corriente teórica tiende a subrayar la primacía de la forma sobre la materia en su definición de la ciencia y del conocimiento científico, subrayando el componente teórico constructivo y operativo que se da de facto en la investigación científica. De este modo, el teoreticismo entiende los contenidos de una ciencia como algo esencialmente vinculado a las estructuras operatorias sintácticas, lingüísticas y lógico-formales, las cuales no se resuelven en el campo de los «datos» empíricos y materiales. El conocimiento científico no procede de la inducción, que es un proceso lógico injustificable, sino que se construye a través de operaciones hipotético-deductivas formuladas para dar cuenta y razón de los fenómenos materiales y que son sometidas a procedimientos de ensayos prácticos y experimentación para su posible validación, contrastación y eliminación de errores. La metáfora óptica de la «proyección cinematográfica» (de la forma vivificadora insuflada sobre la materia inerte) define sumariamente la naturaleza del conocimiento científico dentro del teoreticismo.

La dificultad explicativa de esta perspectiva teoreticista reside en la conexión entre ese supuesto «mundo autónomo y creador» de la ciencia (ámbito de la forma vivificadora) y el «mundo de la realidad, de los hechos» (ámbito de la materia inerte). Popper ha propuesto la doctrina del nexo negativo entre teorías y hechos: la teoría se desarrolla en virtud de su propia fuerza y coherencia interna, pero cuando alguna de sus proposiciones no se «adapta» o ajusta al plano de los hechos resulta desmentida, refutada, fabada. Así pues el criterio de verdad científica es el criterio de la coherencia, la teoría de la verdad lógico-formal, hasta que se produzca el desmentido, la refutación, la falsación (o falsabilidad) en el plano material. Por tanto, las teorías científicas se diferenciarían de las no-científicas (por ejemplo, las metafísicas) en el hecho de que pueden ser refutadas y falsadas por la experiencia empírica.

Sin embargo, tal solución mantiene la dificultad original de esta tesis: las proposiciones de las matemáticas, consideradas ciencias exactas por excelencia, no pueden ser desmentidas por los hechos habida cuenta de su carácter formal y abstracto; ¿habría que concluir que las matemáticas no son ciencias sino una suerte de lenguaje puro, música coherente que nada dice sobre la realidad empírica y mensurable? ¿Deben entonces considerarse los números como entidades ideales semiplatónicas de naturaleza eterna (ucrónica), utópica (sin lugar de reposo) y suprahumana que transcienden el empirismo exigido por la ciencia moderna? ¿O son más bien constructos y herramientas forjadas por el cerebro de los cuerpos humanos para analizar el mundo espacial externo y repleto de objetos diferenciados y móviles sobre los que aquellos cuerpos interactúan?

Frente a la concepción teoreticista de una «razón» abstracta, ucrónica y utópica que sobrevuela la materia y la informa desde el exterior, cabe recordar que la racionalidad efectiva humana es propia de sujetos corpóreos individuales, dotados no sólo de laringe y oído sino también de manos que operan e interactúan en el medio exterior circundante y envolvente. La racionalidad (tecnológica, científica, filosófica) no cabe pensarla sin el lenguaje, pero esta racionalidad no se reduce al lenguaje. Y ello porque tan racional es el abstracto sistema aritmético de numeración decimal como el uso de la pentadactilia por el hombre para separar y juntar cosas corpóreas y tangibles, sin que quepa decir que los números son meros dedos sublimados. No en vano, como se ha recordado frecuentemente, «las matemáticas nacieron inicialmente de una necesidad de contar y registrar» y por ello todas las sociedades minimamente desarrolladas utilizan alguna «forma de contar y cuadrar (esto es, hacer corresponder una colección de objetos con un conjunto de marcadores de cómodo manejo, ya sean piedras, nudos o inscripciones como muescas en maderas o huesos)»[10]. En definitiva, no cabe olvidar que el concepto de racionalidad «está vinculado al concepto del comportamiento individual independiente» (es decir: al sujeto humano corpóreo y operatorio) y «se manifiesta en el razonamiento, en la planificación y la predicción, en la determinación de la línea de conducta más eficaz, en la elección de los medios más adecuados para obtener unos fines determinados».[11]

A tenor de la crítica gnoseológica, por tanto, la tesis de la falsación es un modo oblicuo de poner de manifiesto que los contenidos materiales (privilegiados por el descripcionismo) tienen que entrar a formar parte integral de los campos de las ciencias.

La tercera corriente teórica elaborada sobre la naturaleza de la ciencia recibe el nombre de «adecuacionismo». Heredera de las formulaciones originales de Aristóteles, esta tendencia gnoseológica supone que el conocimiento científico descansa de igual modo y en igualdad de condiciones sobre los dos fundamentos de toda ciencia: los componentes formales (teoría) y los componentes materiales (empiria). La verdad científica se definiría así por la relación de adecuación o correspondencia (isomorfismo) entre la forma proposicional desplegada por la lógica científica y la materia inerte a la que aquella forma va referida y referenciada. Tal es la conocida «teoría semántica de la verdad» formulada por el lógico Alfred Tarski (1901-1983). Pero este aparente reconocimiento equilibrado y equitativo de los dos componentes de la actividad científica es sólo un espejismo. Ante todo porque parte del supuesto de que la materia tiene una estructura previa y autónoma isomorfa a la estructura de las formas, también autónoma y previa. En este sentido, el adecuacionismo, con su postulado de la exacta correspondencia entre forma y materia, se presenta como una conjunción de la hipóstasis (sustantivación metafísica) de la materia practicada por el descripcionismo y de la hipóstasis de la forma proyectada por el teoreticismo.

Dentro de una cuarta corriente gnoseológica sobre la idea de ciencia denominada «circularismo» (el establecido entre materia y forma), la teoría de la ciencia llamada «del cierre categorial», elaborada por el filósofo español Gustavo Bueno y su escuela, ha tratado de ofrecer una vía alternativa para superar las deficiencias de las teorías enunciadas y al mismo tiempo incorporar sus aspectos afirmativos: del descripcionismo, su exigencia de una presencia positiva del material empírico de una ciencia; del teoreticismo, su afirmación de la realidad de una actividad constructiva, operativa, lógico-formal en toda ciencia. La teoría del cierre categorial pretende así superar el dualismo entre materia y forma y la disociación entre una «forma lógica» supuesta depositaría de una «racionalidad» que se aplica a diferentes «materias» o contenidos empíricos. En esencia, dicha teoría considera que la forma lógica es tan sólo el modo de organizarse ciertos contenidos, el modo de establecerse la conexión de unos materiales con otros en un contexto social. La racionalidad, por tanto, incluye la referencia a la materia y no es disociable de la misma bajo ningún orden. Ante todo, porque materia y forma son conceptos conjugados, conexos internamente e indisociables, que no pueden darse por separado y autónomamente (como sucede con otros conceptos conjugados: reposo/movimiento, espacio/tiempo, padre/ hijo...).[12]



[1] Geoffrey R. Elton, The Practice of History. Londres, Methuen, 1967, p. V. La cita previa en Ch. Langlois y Ch. Seignobos, Introducción a los estudios históricos, Buenos Aires, Pléyade, 1972, p. 9. La de Febvre se recoge en Jacques Le Goff, Pensar la Historia, Barcelona, Paidós, 1991, p. 76. Nótese que hablamos de cuestiones filosóficas y gnoseológicas como ajenas al campo profesional del historiador, no de métodos o metodologías de trabajo histórico, cuya competencia es propia del profesional de la Historia.

[2] J. M. Keynes, The General Theory of Employment, Interese and Money. Londres, Macmillan, 1936, p. 383 (traducción española en México, FCE, 1943). Véase en el mismo sentido, pero dirigiéndose a los historiadores, las juiciosas palabras de Jacques Le Goff, Pensar la Historia, Barcelona, Paidós, 1991, pp. 23-24.

[3] Existen dos obras básicas al respecto: John Losee, Introducción histórica a la filosofía de la ciencia, Madrid, Alianza, 1981; y W. H. Newton-Smith, La racionalidad de la ciencia, Barcelona, Paidós, 1987.

[4] Nuestra exposición sobre la naturaleza de las ciencias y las teorías propuestas descansa esencialmente en las siguientes obras de Gustavo Bueno: Teoría del cierre categorial, vol. 1, Introducción general. Siete enfoques en el estudio de la ciencia, Oviedo, Pentalfa, 1992; ¿Quées la ciencia?, Oviedo, Pentalfa, 1995; e Idea de Ciencia desde la teoría del cierre categorial, Santander, U. I. Menéndez Pelayo, 1976.

[5] Definición recogida a efectos polémicos por Gustavo Bueno, «Gnoseología de las ciencias humanas», en Actas del I Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias. Oviedo, Pentalfa, 1982, p. 318.

[6] Ciro F S Cardoso, Introducción al trabajo de la investigación histórica, Barcelona, Crítica, 1982, p. 101.

[7] Julio Aróstegui, La investigación histórica teoría y método, Barcelona, Crítica, 1995, pp. 60-61.

[8] A. Leroi-Gourhan, El gesto y la palabra, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1971, pp. 91 y 115-116. Véase en un sentido muy similar la exposición del biólogo Faustino Cordón sobre el proceso de hominización: Cocinar hizo al hombre, Barcelona, Tusquets, 1980. Las citas previas en Rodolfo Mondolfo, Verum factum. Desde antes de Vico hasta Marx, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.

[9] Declaraciones de este premio Nobel de Física en 1991 al diario El País, 22 de mayo de 1993.

[10] Palabras del matemático George Cheverghese Joseph, La cresta del pavo real. Las matemáticas y sus raíces no europeas, Madrid, Pirámide, 1996, p. 51. La cursiva es nuestra. En igual sentido véase Javier de Lorenzo, La matemática y el problema de su historia, Madrid, Tecnos, 1977.

[11] Barry Barnes, Sobre ciencia, Barcelona, Labor, 1987, p. 123.

[12] Véanse las obras citadas en nota 26. Cfr. David Alvargonzález, Ciencia y materialismo cultural, Madrid, UNED, 1989; y Mario Bunge, La investigación científica. Su estrategia y su filosofía, Barcelona, Ariel, 1985.

Las Caras de Clío - Enrique Moradiellos - Cap. 1

1.- A MODO DE INTRODUCCIÓN NECESARIA: ¿PARA QUÉ LA HISTORIA?

Todo trabajo de orden teórico y metodológico sobre la Historia tiene la obligación intelectual de plantearse y contestar a una doble pregunta, tan recurrente como necesaria, acerca de la naturaleza (entidad) y función (papel) de la propia disciplina en cuestión. La respuesta de esta obra sobre el primer aspecto del interrogante puede establecerse de modo escueto sin menoscabo de la explicación detallada contenida en los dos capítulos siguientes: la Historia constituye en la actualidad una ciencia humana (o social) y permite producir un tipo de conocimiento científico cuyo estatuto gnoseológico es idéntico al de todas las ciencias humanas/sociales y parcialmente distinto al de las ciencias naturales y formales.

Por lo que se refiere a la practicidad atribuible a la Historia como ciencia humana, es evidente que debemos descartar la pretensión ingenua de que la Historia permita «predecir» el futuro; en todo caso, y cuando puede (porque hay «pruebas»), la historia «post-dice» (o «retro-dice») el pasado. También debemos aceptar que nuestra disciplina no constituye una suerte de magistra vitae portadora de enseñanzas y lecciones prácticas y reproducibles en circunstancias históricas posteriores y diferentes. La practicidad de la Historia científico-humanista sólo puede ser de otro orden y apoyarse sobre una necesidad social y cultural diferente: la exigencia operativa en todo grupo humano de tener una conciencia de su pasado colectivo y comunitario. Y ello porque el hombre es, por naturaleza, un ser gregario y todos los grupos humanos son siempre heterogéneos y anómalos en su composición. Por ejemplo, y necesariamente, los grupos humanos contienen miembros de distintas edades y generaciones. Así, en calidad de grupo colectivo, toda sociedad tiene un pasado que excede al pasado biográfico individual de cada uno de sus miembros. Sencillamente, el nieto que convive con su abuelo sabe que éste fue nieto en un momento anterior y recibe a su través el bagaje de ideas, valores, ceremonias e imágenes legadas por ese pasado no experimentado en su propia persona. El filósofo José Ortega y Gasset expresó hace ya tiempo este aspecto crucial de la vida humana con palabras certeras:

Pero la experiencia de la vida no se compone sólo de las experiencias que yo personalmente he hecho, de mi pasado. Va integrada también por el pasado de los antepasados que la sociedad en que vivo me transmite. La sociedad consiste primariamente en un repertorio de usos intelectuales, morales, políticos, técnicos, de juego y de placer. Ahora bien: para que una forma de vida —una opinión, una conducta— se convierta en uso, en vigencia social, es preciso «que pase tiempo» y con ello que deje de ser una forma espontánea de la vida personal. El uso tarda en formarse. Todo uso es viejo. O, lo que es igual, la sociedad es, primariamente, pasado, y relativamente al hombre, tardígrada[1].

El conocimiento, recuerdo y valoración de ese pasado colectivo y comunitario, de esa duración como grupo determinado en el tiempo y sobre el espacio, constituye la conciencia histórica de las distintas sociedades. Esa conciencia histórica, ese recuerdo y memoria compartida sobre el pasado colectivo, constituye un componente imprescindible e inevitable del presente de cualquier sociedad humana mínimamente desarrollada, de su sentido de la propia identidad, de su dinámica social, de sus instituciones, tradiciones, sistema de valores, ceremonias y relaciones con el medio físico y con otros grupos humanos circundantes. En otras palabras: pensar históricamente (cualquiera que sea el contenido y formato de ese pensamiento sobre el tiempo pretérito) constituye una de las facultades inherentes a las sociedades humanas por su misma condición de grupos finitos de individuos heterogéneos, con hábitos de existencia necesariamente gregarios y con capacidades racionales y comunicativas. Dicha concepción histórica de su pasado común es por tanto una pieza clave para la identificación, orientación y supervivencia de cualquier grupo humano en el contexto natural y cultural donde se encuentra emplazado. Y ello tanto en las sociedades primitivas estudiadas por la etnología como en las sociedades industriales avanzadas: ninguna de ellas podría funcionar operativamente sin tener una concepción de su pasado y de la naturaleza de su relación previa con otros grupos humanos coetáneos y coterráneos y con el medio físico. Así, por ejemplo, por pura auto-preservación, un determinado pueblo pastor subsahariano necesita conocer su derecho a llevar sus rebaños a ciertos pastos y lagos y recordar el tipo de relación, amistosa u hostil, que mantiene con otros pueblos pastoriles que utilizan los mismos recursos. Del mismo modo, el gobierno chino ha necesitado preservar el recuerdo histórico del Tratado de Nankín de 1842 para reivindicar con legitimidad y finalmente obtener la devolución de la colonia de Hong Kong por parte del Reino Unido en 1997.

Ciertamente, esa necesidad social de contar con una concepción del pasado comunitario, con una conciencia histórica propia, puede satisfacerse, y de hecho así se hace, con formas de conocimiento y de recuerdo muy diversas: mitos de creación, leyendas de origen, genealogías fabulosas, cosmogonías y doctrinas religiosas, etc. Ahora bien, como hemos de ver en detalle posteriormente, la concepción del pasado que ofrece la investigación histórico-científica es de naturaleza radicalmente diferente y contrapuesta: pretende ser verdadera y no ficticia ni arbitraría ni caprichosa; verificable materialmente y no incomprobable; causalista e inmanente al propio campo de las acciones humanas y no fruto del azar o de fuerzas inefables e insondables; racionalista y no ajena a toda lógica; crítica y no dogmática. En definitiva, sí bien la Historia científica no puede «predecir» fenómenos ni proporcionar ejemplos de conducta infalibles, sí permite explicar los orígenes del presente e iluminar las circunstancias de su gestación, funcionamiento y transformación. No en vano, la experiencia histórica de las sociedades es su único referente positivo, su único criterio de contraste, su única advertencia tangible, para construir y perfilar los planes y proyectos que se propone ejecutar, evitando así toda operación de salto en el vacío y toda actuación a ciegas o por mero tanteo. El historiador grecorromano Polibio, en el siglo II a. C, enunciaba ya esta tarea de pedagogía cívica propia de la literatura histórica clásica: «Ninguna educación es más apta para los hombres que el conocimiento de las acciones pasadas, [...] la instrucción y ejercicio más seguro en materia de gobierno es la enseñanza a partir de la Historia». Más recientemente, el sociólogo Robert Jervis declaraba en sentido análogo: «No podemos hallar sentido a nuestro medio circundante sin presuponer que, de algún modo y manera, el futuro tendrá alguna semejanza con el pasado»[2]. Al respecto, el novelista británico George Orwell también puso en boca de uno de los personajes de su obra 1984 unas palabras bien reveladoras: «El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado»[3].

Hay una demostración negativa de la radical necesidad del conocimiento histórico racional (en cuanto distinto del mítico y legendario) en nuestras sociedades presentes: ¿cabría imaginar un Ministerio de Asuntos Exteriores que no tuviera noción alguna del pasado histórico de su propio Estado y del de aquellos con los que tiene que relacionarse? ¿Sería posible una élite gobernante que careciera de conciencia histórica y ejecutara sus proyectos políticos, económicos o sociales en el ámbito interior o exterior sin referencia o conocimiento alguno del pasado? ¿Podría admitirse que los magistrados que tuvieran que juzgar delitos cometidos muchos años atrás decidieran aceptar como testigos de cargo a individuos que supuestamente poseyeran el don de la ubicuidad, la capacidad de viajar en el tiempo o la facultad de hablar con los muertos y la divinidad? Omitimos extendernos sobre los riesgos mortales implícitos en tales contingencias. Bastaría recordar aquí, a modo de prueba de imposibilidad, que uno de los rasgos que caracteriza a los Estados contemporáneos (y que aumenta en importancia según su potencia) es el volumen, densidad y eficacia organizativa de sus archivos históricos y la cuantía y formación de los investigadores y analistas que trabajan en ellos. No en vano, Marco Tulio Cicerón ya había advertido a sus compatriotas romanos en el siglo I de nuestra era: «Desconocer qué es lo que ha ocurrido antes de nuestro nacimiento es ser siempre un niño. ¿Qué es, en efecto, la vida de un hombre, si no se une a la vida de sus antepasados mediante el recuerdo de los hechos antiguos?». El historiador francés Pierre Vilar ha renovado esa advertencia más recientemente con idéntico propósito: «Una humanidad —global o parcial— que no tuviera ninguna conciencia de su pasado sería tan anormal como un individuo amnésico»[4]. En igual sentido se orientan las siguientes palabras del escritor Arturo Uslar Pietri:

Vivir sin historia es lo mismo que vivir sin memoria o por lo menos reducido a una mera memoria de lo inmediato y reciente. [...] Condenar a cada generación o a cada hombre a partir de cero, a enfrentarse a la experiencia sin eco, sin contraste, sin referencia, sin resonancias, sin situación, sería reducir la experiencia humana a una mera inmediatez sin sentido. [...] Robinson (Crusoe) pudo sobrevivir en la isla porque llevaba consigo su pasado. Un Robinson desposeído del pasado y lanzado a la isla del pleno presente estaría condenado a perecer.[5]

Por consiguiente, parece evidente la practicidad social y cultural de las disciplinas históricas: contribuyen a la explicación y entendimiento de la génesis, estructura y evolución de las formas de sociedad humanas pretéritas y presentes; proporcionan un sentido crítico de la identidad operativa de los individuos y grupos sociales; y promueven la comprensión de las tradiciones y legados culturales que conforman las complejas sociedades actuales. Y al lado de esta practicidad positiva desempeñan una labor crítica fundamental respecto a otras formas de conocimiento humano: impiden que se hable sobre el pasado sin tener en cuenta los resultados de la investigación empírica, so pena de hacer pura metafísica pseudo-histórica o formulaciones arbitrarias, caprichosas e indemostrables. La razón histórica, en suma, impone límites críticos y purgativos infranqueables a la credulidad y fantasía sobre el pasado de los hombres y sus sociedades: constituye un antídoto catártico y un severo correctivo contra la ignorancia que libera y alimenta la imaginación interesada y mistificadora sobre el pasado humano.

En este sentido, las ciencias históricas ejercitan una labor esencial de pedagogía, ilustración y filtro crítico en nuestras sociedades: son componentes imprescindibles para la edificación y supervivencia de la conciencia individual racionalista, que constituye la categoría básica de nuestra tradición cultural greco-romana y hoy universal. Sin graves riesgos para la salud del cuerpo social y su mismo porvenir, no es posible concebir un ciudadano que sea agente consciente y reflexivo de su papel cívico al margen de una conciencia histórica minimamente desarrollada y cultivada. Sencillamente, porque dicha conciencia le permita plantearse el sentido crítico-lógico de las cuestiones de interés público, orientarse fundadamente sobre ellas, asumir sus propias limitaciones de comprensión o información al respecto y precaverse contra las veladas o abiertas mistificaciones, hipóstasis y sustantivaciones de los fenómenos históricos. Esa utilidad funcional crítico-formativa y purgativa ha sido muy bien recogida por Pierre Vilar en una frase de sólo aparente simplicidad: «La Historia debe enseñarnos, en primer lugar, a leer un periódico»[6]. No otra cosa ha recordado el escritor Graham Swift con acierto: «La Historia nos enseña a evitar las ilusiones e invenciones; a dejar a un lado los ensueños, los cuentos, las panaceas, los milagros y los delirios; a ser realistas»[7]. En la misma línea argumental se enmarcan las consideraciones del informe oficial emitido en los Estados Unidos en 1994 por una comisión de historiadores encargada de revisar la situación de «la enseñanza de la Historia en las escuelas de la nación»:

El conocimiento de la historia constituye la precondición de la inteligencia política. Sin historia, una sociedad carece de memoria compartida sobre lo que ha sido, sobre lo que son sus valores fundamentales o sobre las decisiones del pasado que dan cuenta de las circunstancias presentes. Sin historia, no podríamos llevar a cabo ninguna indagación sensata sobre las cuestiones políticas, sociales o morales de la sociedad. Y sin conocimiento histórico y la indagación que lo produce, no podríamos obtener la ciudadanía crítica e informada que es esencial para la participación eficaz en los procesos democráticos de gobierno y para la plena realización por todos los ciudadanos de los ideales democráticos de la nación.[8]

No obstante esa practicidad obvia de las disciplinas históricas, es cierto que en el gremio de historiadores (y fuera de él) surge recurrentemente la duda sobre la importancia y el sentido de su labor y de la propia Historia académica. En gran medida, según nuestro leal saber y entender (sin duda falible), esa actitud pesimista y autocompasiva resulta en gran medida de la presencia de una producción histórica que, en virtud de su banalidad temática, su especialización atomizadora o su renuncia a establecer conexiones causales entre aspectos de la realidad histórica, abandona las funciones críticas y racionalistas que son atributos esenciales de su disciplina. Tal sería el caso, por ejemplo, de aquellas investigaciones históricas que concediesen idéntica importancia y valor para la dinámica general de una sociedad al cambio de sus gustos culinarios y a la transformación de su sistema político por una revolución interna o un desplome militar, con el agravante de considerar aquél como autónomo en su evolución. Tal sería el caso del historiador que considerase tan importante y significativo saber quién y cómo venció en la Segunda Guerra Mundial y quién y cómo triunfó en la liga de fútbol inglesa de 1940, con independencia de que ambos resultados de las investigaciones pertinentes fueran conocimientos históricos. Por fortuna, todo parece indicar que el diagnóstico pesimista yerra al pretender atribuir al conjunto de la Historia la pérdida de funcionalidad científica y social que afectaría a partes negligentes de la misma. Al fin y al cabo, bajo el amplio paraguas del vocablo «Historia», incluso la científica, siempre se han colado productos de muy diversa entidad, valor y calidad.

La prueba de la vitalidad funcional de la Historia científica y de su misma importancia socio-cultural reside en la atención que se presta a sus temas en la vida pública de las sociedades contemporáneas. En Gran Bretaña, por ejemplo, a principios de la década de los años noventa, con motivo de la reforma de la enseñanza secundaria de la Historia, el gobierno conservador de entonces encargó el estudio de la misma a una comisión independiente de historiadores profesionales bajo el significativo supuesto de que «la Historia era una materia tan importante y tan potencialmente polémica»[9]. En Francia, por su parte, en agosto de 1983, el gabinete socialista en el poder discutió los resultados de una encuesta nacional según la cual sólo un tercio de los jóvenes que entraban en la enseñanza secundaria conocían la fecha supuestamente emblemática de la Revolución francesa de 1789. Al término del debate, el entonces presidente de la República, François Miterrand, declaró que «la deficiencia de la enseñanza de la Historia se ha convertido en un peligro nacional»[10]. En la propia España, la demostración de la importancia de la Historia se ofrece paradójicamente de un modo negativo: la transición política desde la dictadura a la democracia a partir de 1975 (año del fallecimiento del general Franco) se hizo sobre la base de un acuerdo tácito entre las diversas fuerzas políticas para olvidar la guerra civil de 1936-1939 y la posterior represión franquista, a fin de evitar el riesgo desestabilizador que supondría todo lo que pudiera alentar la petición de responsabilidades y el ajuste de cuentas[11]. En los Estados Unidos, a su vez, el informe oficial de 1994 sobre la enseñanza de la Historia en la educación primaria y secundaria fue resultado de la «alarma social» creada por el descubrimiento de un gran porcentaje de alumnos que eran «históricamente analfabetos»: dos tercios de los estudiantes encuestados previamente no habían sabido indicar el siglo en el que había tenido lugar la Guerra de Secesión de 1861-1865, y, a título de anécdota significativa, hablaban de Malcolm Décimo (por Malcolm X) o del notorio revolucionario Vladimir I. Lennon (por Lenin).[12]

Pero, probablemente, no hay un caso más significativo de la importancia socio-política de la Historia que el que proporcionó en la entonces República Federal de Alemania la Historikerstreit (la querella de los historiadores). La polémica se inició en junio de 1986 con un denso artículo periodístico del historiador conservador Ernst Nolte («Un pasado que no quiere pasar») en el que abogaba por la relativización historicista del Holocausto de judíos ejecutado por las autoridades nazis durante la Segunda Guerra Mundial. A su juicio, el deliberado asesinato metódico e industrial de casi seis millones de judíos por el Tercer Reich habría perdido su monstruosa singularidad histórica a la vista de las matanzas que habían ocurrido con anterioridad y posterioridad, particularmente de los crímenes masivos practicados por los bolcheviques rusos durante la revolución soviética y la colectivización agraria (crímenes considerados por Nolte el modelo primigenio imitado por la propia barbarie nazi: «¿No fue el “archipiélago Gulag” más original que Auschwitz?»). La réplica contundente provino del filósofo neo-marxista Jürgen Habermas, que acusó a Nolte y a otros historiadores conservadores de tratar de expiar los crímenes nazis mediante un comparativismo fraudulento y de hacer una apología nacionalista encubierta del Tercer Reich y de la historia alemana contemporánea: «¿Puede alguien reclamar el legítimo legado del Imperio alemán y de las tradiciones de la cultura alemana sin asumir la responsabilidad histórica por las formas de vida que hicieron posible Auschwitz?». Seguidamente, y hasta enero de 1987, todos los grandes historiadores germano-occidentales entraron en un debate que captó la atención de la opinión pública y los poderes políticos en el país y fuera de él: los conservadores Michael Stürmer, Andreas Hillgruber, Klaus Hildebrand, Joachim Fest y Hagen Schulze para oponerse a Habermas; los liberales y socialdemócratas Hans-Ulrich Wehler, Jürgen Kocka, Hans Mommsen y Eberhard Jäckel en diverso grado de apoyo a sus posiciones.[13]

En esencia, la querella era mucho más que un debate historiográfico en el sentido meramente profesional y gremial del término. Se trataba ante todo de interpretar el conjunto del fenómeno histórico nacional-socialista y definir la actitud pública y política de los alemanes contemporáneos ante ese período de su reciente y trágica historia. O bien cabía interpretar que el nazismo estaba en relación de continuidad con estructuras históricas de la Alemania anterior (autoritarismo y militarismo del sistema político prenazi, cultura antidemocrática y antiliberal de sus élites dirigentes, respetabilidad social del extremo nacionalismo racista, presencia de planes expansionistas en influyentes círculos militares y económicos, etc.). O bien se afirmaba que los años 1933-1945 eran un período sui generis y accidental, «un paréntesis» casi fortuito, cuyos referentes eran internos: las obsesiones ideológicas del hábil demagogo que era Hitler y su antisemitismo como rasgo definitorio clave o exclusivo del nacional-socialismo.

La pretendida reducción del fenómeno nazi a su dimensión xenófoba y antisemita, entre otras cosas, permitía interpretarlo como un terrible estallido de irracionalismo manipulado por un grupo de ideólogos fanatizados y capaces de atraerse el apoyo de unas masas populares desesperadas por la intensa crisis socio-política y por la aguda depresión económica, eliminando la cuestión de la responsabilidad general alemana (tanto de sus élites dirigentes como de su electorado). El Tercer Reich aparecía así como «un régimen arbitrariamente impuesto al pueblo alemán y explicable por la capacidad demoníaca de seducción que poseía Hitler y por el éxito con el que supo manejar a las masas atomizadas».

Frente a esa última lectura propuesta por los historiadores más conservadores (dominante en las décadas de la más cruda Guerra Fría), desde los años sesenta los historiadores de tendencia liberal y socialdemócrata han venido subrayando los evidentes elementos de continuidad entre el Tercer Reich y la Alemania precedente (en particular la tradición militarista y autoritaria prusiana triunfante en la unificación de 1871). Además, esta corriente denunciaba el error de pretender arrancar el nazismo (con su ingrediente antisemita, su pangermanismo y su fobia antidemocrática) exclusivamente de la crisis económica de 1929 y subrayaba el equívoco de olvidar la colaboración de la burocracia civil y militar y de las derechas políticas en el acceso de Hitler al poder.

Como es evidente, de ambas interpretaciones históricas se derivaban distintas formas de entender la relación de los ciudadanos alemanes con su atormentado pasado reciente, con toda la carga política y cultural que ello tenía en la República Federal y tiene ahora en la nueva Alemania unificada: ¿es posible un patriotismo alemán sano y cívico que elimine el campo de exterminio de Auschwitz de su conciencia histórica o, por el contrario, es necesario integrar en él a Auschwitz como un elemento clave de su identidad social y colectiva? Y ello a sabiendas de que el Holocausto sigue siendo históricamente «singular» como crimen genocida, a pesar de las masivas matanzas de Stalin, en virtud de razones bien enunciadas por Raymond Aron:

La hostilidad basada en la lucha de clases ha cosechado no menos formas monstruosas y extremas que la basada en la incompatibilidad de razas. Pero si queremos ser rigurosos con los conceptos aceptaremos que hay una diferencia entre una filosofía cuya lógica es monstruosa y otra que puede dar lugar a una monstruosa interpretación.[14]

A nuestro modo de ver, «la querella de los historiadores» alemanes de 1986-1987, al igual que la más reciente «controversia Goldhagen» de 1996-1997,[15] han demostrado convincentemente hasta qué punto está viva y activa la función social de la Historia y de sus cultivadores profesionales en la sociedad industrial avanzada y pretendidamente «postmoderna». Recapitulando las enseñanzas de la primera, el historiador germano occidental Hinnerk Bruhns formuló en 1990 las siguientes reflexiones que compartimos y cuyo valor transciende el caso particular alemán:

Una concepción lúcida de la Historia debe integrar el conjunto de la historia alemana, con todas sus épocas positivas y negativas. [...] La tarea de la ciencia histórica no consiste en fabricar una tradición que suscite la aprobación general, sino en esclarecer los acontecimientos y estudiar sus causas. Ello implica revisar permanentemente y dar un carácter histórico a la imagen que tenemos de la Historia — y no relativizarla por razones políticas. [...] (El historiador) debe intervenir en la memoria colectiva para prevenir la utilización política, consciente o no, de imágenes o de representaciones estereotipadas. En ese sentido el historiador, junto con mirar al pasado, trabaja en favor del porvenir.[16]

En un sentido muy similar, pero refiriéndose a los países surgidos del desmembramiento de la antigua Unión Soviética, el filósofo polaco Leszek Kolakowski también ha advertido contra las tentativas de olvidar o deformar su incómoda historia reciente en favor de una imagen más aceptable y selectiva de la misma: «El pasado puede ser conjurado, pero lo que no se puede nunca es anularlo»[17]. Abundando en ese mismo tema, otro analista cualificado no ha dudado en escribir: «(El hipernacionalismo) será una fuerza que genere problemas a menos que se le ponga límites. La tendencia hacia una Historia nacional honesta es particularmente importante, puesto que la enseñanza de una Historia falsa y chauvinista es el principal medio para la expansión del hipernacionalismo»[18]. Quizá el último y más profundo y revelador de los esfuerzos de una sociedad contemporánea por ajustar cuentas con un pasado difícil y polémico sea el ofrecido por la nueva Suráfrica heredera y superadora del viejo régimen del apartheid (sistema de segregación y discriminación racial contra la población negra) vigente entre 1948 y 1994. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación establecida formalmente en 1995 y presidida por el arzobispo anglicano y antiguo activista contra el apartheid, Desmond Tutu, emitió en octubre de 1998 un completo informe sobre ese período histórico cuya introducción es digna de reseñar:

Habiendo mirado a los ojos a la bestia del pasado, habiendo solicitado y recibido el perdón, y habiendo hecho propósito de enmienda, seamos capaces de cerrar la puerta del pasado, no para olvidarlo, sino para evitar que nos aprisione.[19]

A la vista de los síntomas ominosos que hay en el presente escenario europeo e internacional, con su peligroso renacer del hipernacionalismo más xenófobo, de los fanatismos identitarios exclusivistas y del racismo más criminal y virulento, parece tanto más necesario afirmar en público la vigencia actual de la racionalidad histórica, su capacidad para discriminar objetivadamente la verdad del mito histórico, y su imprescindible practicidad social y ética para nuestros tiempos y nuestras sociedades[20]. El constante ejercicio de la razón histórica, por dolorosa, imperfecta y limitada que parezca o resulte, es siempre preferible a su dormición y su sueño. Aunque meramente sea porque esta última posibilidad, ya lo sabemos gracias al genio plástico de Goya, no sólo produce ficción y goce estético sino también monstruos repulsivos y sanguinarios. Así lo comprendió y sufrió en su propia carne el octogenario historiador ruso-judío Simón Dubnow en diciembre de 1941, durante la brutal destrucción por los nazis del superpoblado y exhausto gueto de Riga (Letonia). Antes de ser vilmente asesinado, un Dubnow indefenso y angustiado tuvo aún tiempo y presencia de ánimo para hacer un último llamamiento a sus jóvenes compatriotas: «Escribid y recordad»[21]. Así lo comprendió igualmente el escritor italiano Primo Levi, superviviente de Auschwitz y autor de páginas memorables sobre su inhumana experiencia como prisionero judío condenado al genocidio : «Si el mundo llegara a convencerse de que Auschwitz nunca ha existido, sería mucho más fácil edificar un segundo Auschwitz. Y no hay garantías de que esta vez sólo devorase a judíos».[22]

La vigilia racionalista de la práctica histórica implantada académica y socialmente constituye tal vez uno de los grandes obstáculos que se oponen a nuevas reediciones del monstruo de Auschwitz en diversas partes del mundo y bajo distintas banderas (sean éstas representativas de la nación, la raza, la religión, la etnia, el género, la lengua, la naturaleza o cualquier otra entidad). Y por eso mismo no debe permitirse, sin resistencia argumentada y pasional, su abandono y dejación por quienes tienen el deber profesional de ejercerla.




[1] José Ortega y Gasset, Historia como sistema y otros ensayos de filosofía, Madrid, Alianza, 1981, p. 44. La obra fue escrita originalmente en 1935.

[2] Polibio, Historia, Madrid, CSIC, 1972, libro I, cap. 1. Traducción de Alberto Díaz Tejera. Robert Jervis, Perception and Misperception in Internacional Politics, Princeton, Princeton University Press, 1976, p. 217.

[3] George Orwell, 1984, Barcelona, Destino, 1981, p. 262. La fecha de publicación original inglesa es 1949.

[4] Palabras de Cicerón en El orador, Madrid, Alianza, 1991, p. 87 (traducción de E. Sánchez Salor). Pierre Vilar, Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Barcelona, Crítica, 1980, p. 28.

[5] Arturo Uslar Pietri, «¿Qué nos importa la guerra de Troya?», Revista de Occidente, n° 87, 1970, pp. 290-298. La cita en pp. 291, 293 y 297.

[6] Pierre Vilar, op cit., p. 12.

[7] G. Swift, Waterland (Londres, 1984, p. 94). Citado en David Cannadine, «British History: Past, Present - and Future?», Past and Present, n° 116, 1987, pp. 169-191 (cita en p. 191).

[8] Gary B. Nash y Charlotte Crabtree (coord.), National Standards for United States History, Los Angeles, University of California, 1994. Consultado a través de su página en la red: http://www.sscnet.ucla edu/nchs. El informe fue redactado por el National Council for History Standards, compuesto por 30 miembros escogidos entre asociaciones profesionales como la Organization of American Historians, Organization of History Teachers, National Council for the Social Studies, American Historical Association, etc. Cfr. Gary B. Nash, Ch. Crabtree y Ross E. Dunn, History on Trial: Culture Wars and the Teaching of the Past, Nueva York, Alfred K. Knopf, 1996.

[9] Department of Education and Science, History for Ages 5 to 16. Proposals of the Secretary of State, Londres, D.E.S., 1990, p. 3.

[10] The Economist, 24 de septiembre de 1983.

[11] Paul Preston, «Venganza y reconciliación: la guerra civil española y la memoria histórica», en B. Ciplijauskaité y Ch. Maurer (ed.), La voluntad de humanismo. Homenaje a Juan Marichal, Barcelona, Anthropos, 1990, pp. 71-87. Paloma Aguilar, Memoria y olvido de la guerra civil, Madrid, Alianza, 1996. Santos Julia, «Rastros del pasado», El País, 25 de julio de 1999. La reciente polémica suscitada durante el invierno de 1997-1998 por el malogrado decreto gubernamental de reforma de la enseñanza de las humanidades podría considerarse un síntoma de cambio sobre el particular. Véase al respecto José María Ortiz de Orruño (ed.), Historia y sistema educativo, Madrid, Ayer, n° 30, Marcial Pons, 1998.

[12] Arnaldo Testi, «II Passato in pubblico: un dibattito sull’insegnamento della storia nazionale negli stati uniti», Cromohs (Florencia), n° 3, 1998, pp. 1-39 (la cita en p. 9 y nota 15). Dirección de la revista en la red: http://www. unifi. it/riviste/cromohs.

[13] Charles S. Maier, The Unmasterable Past: History, Holocaust, and German National Identity, 2a ed., Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1997. Richard J. Evans, In Hitler’s Shadow. West German Historians and the Attempt to Escape from the Nazi Past, Londres, Pantheon Books, 1989. Geoff Eley, «Nazism, Politics and the Image of the Past: Thoughts on the West German Historikerstreit», Past and Present, n° 121, 1988, pp. 171-208. Jürgen Kocka, «German History before Hitler: The Debate about the German Sonderweg», Journal of Contemporary History, vol. 23, nº 1, 1988, pp. 3-16. Véase también la recensión de Imanuel Geiss a las obras de Evans y Maier en el Bulletin of the German Historical Institute (Londres), vol. XIII, n° 2, 1991, pp. 33-38. Los textos más importantes del debate han sido traducidos y publicados por James Knowlton y Truett Cates, Forever in the Shadows of Hitler: Original Documents of the Historikerstreit, the Controversy Concerning the Singularity of the Holocaust, Atlantic Highlands, N. J., 1993. Cfr. Peter Baldwin (ed.). Reworking the Past: Hitler, the Holocaust, and the Historians’ Debate, Boston, Beacon Press, 1990.

[14] Raymond Aron, Clausewitz, Nueva York, Simón and Schuster, 1986, p. 369. Reproducido en Charles S. Maier, op. cit., p. 78. Una idea muy similar ha subrayado recientemente otro destacado intelectual poco afecto al marxismo, Bernard-Henri Levy («El “caso Nolte”: respuesta a Jean-François Revel», El Mundo, 19 de mayo del 2000): «El problema Nolte [el historiador Ernst Nolte] comienza cuando, demasiado ocupado en eliminar el tabú que impedía ver lo que tienen en común comunismo y nazismo, él mismo se torna ciego y sordo a las características, no menos numerosas, que les separan. Algo que se debe a su incapacidad de ni siquiera plantearse la idea misma de una singularidad en el Holocausto, un crimen inscrito, ciertamente, en su época, pero cuya intención, así como cuyos procedimientos, superan en monstruosidad al exterminio efectuado, primero por Lenin y, después, por Stalin, de la burguesía rusa, de los kulaks y de los chechenos».

[15] La querella de 1986-1987 parece haber resurgido bajo otro formato con motivo de la publicación del libro de Daniel Jonah Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto (edición española: Madrid, Taurus, 1997). El autor subraya que el proyecto genocida no fue obra de una pequeña élite fanatizada y dirigida por Hitler (los «nazis» o las «SS»), sino que contó con la entusiasta colaboración de centenares de miles de alemanes «corrientes» y fervientemente antisemitas. Sobre la consiguiente «controversia Goldhagen» en Alemania y en el resto del mundo véanse: Hernando Valencia Villa, «Alemania y el Holocausto», Claves de Razón Práctica, n° 72, 1997, pp. 59-60; Santos Julia, «La culpa individual en el Holocausto», El País, 27 de diciembre de 1997; Josef Joffe, «Godlhagen in Germany», New York Review of Books, 28 de noviembre de 1996; Marina Cattaruzza, «Review of Goldhagen», Cromohs, nº 3, 1998, pp. 1-5; y Javier Moreno Luzón, «El debate Goldhagen», Historia y Política, nº 1, 1999, pp. 135-159. Véase también la recensión de esa polémica en El País, 2 de diciembre de 1997.

[16] H. Bruhns, «El inaccesible pasado alemán», El correo de la Unesco (París), abril 1990, pp. 4-9.

[17] L. Kolakowski, «A Calamitous Accident», The Times Literary Supplement (Londres), 6 de noviembre de 1992, p. 5.

[18] J. J. Mearsheimer, «Why we will miss the Cold War», Atlantic Monthly, agosto de 1990. Citado en Frank Füredi, Mythical Past, Elusive Future History and Society in an Anxious Age, Londres, Pluto, 1993, p. 12.

[19] El texto del informe (The Report of the Truth and Reconciliation Commission), presentado al presidente Nelson Mándela el 29 de octubre de 1998, consta de 5 volúmenes que configuran un auténtico y completo estudio histórico de la época, recogen el testimonio de 21.000 testigos y analizan 31.000 casos de violaciones de derechos humanos. Puede consultarse en la página web de la Comisión, cuya dirección es: http://www.truth.org.za. Cfr. John Carlin, «Dura transición en Suráfrica», El País, 1 de noviembre de 1998. Un precedente del informe surafricano pudiera ser el informe emitido en Chile por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación en 1991. Aunque carente del éxito político de su homólogo surafricano (sobre todo por la resistencia del Ejército chileno a asumirlo), el llamado informe Rettig tuvo la virtud de reconocer que un mínimo de 2.025 personas sufrieron graves violaciones de sus derechos humanos con resultado de muerte a manos de agentes del Estado durante el período de dictadura del general Pinochet, entre 1973 y 1989. Texto del informe en: http://www.derechoschile.com/espanol/rettig.htm. Para el caso argentino véanse las actas del simposio Contra la Impunidad, Barcelona, Icaria, 1998.

[20] A título de mero ejemplo de la actualidad de esos peligros baste citar el fuerte peso de una concepción metafísica de la Historia en el reciente problema de Kosovo y en la reacción serbia ante el mismo. Sobre el particular, véanse los ponderados artículos del ensayista serbio Ivan Colovi titulado «El laurel de oro de la política serbia» (El País, 7 de noviembre de 1998) y de la socióloga serbia Mira Milosevich, «Kosovo: el mito como programa» (El País, 20 de febrero de 1999).

[21] Citado en Michael Marrus, The Holocaust in History, Harmondsworth, Penguin Books, 1993, p. xiii. Nacido en la Rusia de los zares, Dubnow había tenido que huir a Berlín para escapar de la revolución bolchevique de 1917. Tras el ascenso nazi al poder prefirió exiliarse en Letonia antes que partir hacia Palestina porque se consideraba un judío de la Diáspora. Entre otras obras, era autor de una magna Historia de los judíos de Rusia y Polonia (publicada en Filadelfia en tres volúmenes entre 1916 y 1920) y de una aún mayor Historia mundial del pueblo judío (publicada en alemán en diez volúmenes entre 1925 y 1929).

[22] Palabras de Levi recogidas en Ronnie S. Landau, The Nazi Holocaust, Chicago, Ivan R. Dee, 1994, p. 10. Sobre Levi y su relación con el Holocausto véase Tony Judt, «The Courage of the Elementary», The New York Review of Books, 20 de mayo de 1999.