lunes, 12 de abril de 2010

Las Caras de Clío - Enrique Moradiellos - Cap. 1

1.- A MODO DE INTRODUCCIÓN NECESARIA: ¿PARA QUÉ LA HISTORIA?

Todo trabajo de orden teórico y metodológico sobre la Historia tiene la obligación intelectual de plantearse y contestar a una doble pregunta, tan recurrente como necesaria, acerca de la naturaleza (entidad) y función (papel) de la propia disciplina en cuestión. La respuesta de esta obra sobre el primer aspecto del interrogante puede establecerse de modo escueto sin menoscabo de la explicación detallada contenida en los dos capítulos siguientes: la Historia constituye en la actualidad una ciencia humana (o social) y permite producir un tipo de conocimiento científico cuyo estatuto gnoseológico es idéntico al de todas las ciencias humanas/sociales y parcialmente distinto al de las ciencias naturales y formales.

Por lo que se refiere a la practicidad atribuible a la Historia como ciencia humana, es evidente que debemos descartar la pretensión ingenua de que la Historia permita «predecir» el futuro; en todo caso, y cuando puede (porque hay «pruebas»), la historia «post-dice» (o «retro-dice») el pasado. También debemos aceptar que nuestra disciplina no constituye una suerte de magistra vitae portadora de enseñanzas y lecciones prácticas y reproducibles en circunstancias históricas posteriores y diferentes. La practicidad de la Historia científico-humanista sólo puede ser de otro orden y apoyarse sobre una necesidad social y cultural diferente: la exigencia operativa en todo grupo humano de tener una conciencia de su pasado colectivo y comunitario. Y ello porque el hombre es, por naturaleza, un ser gregario y todos los grupos humanos son siempre heterogéneos y anómalos en su composición. Por ejemplo, y necesariamente, los grupos humanos contienen miembros de distintas edades y generaciones. Así, en calidad de grupo colectivo, toda sociedad tiene un pasado que excede al pasado biográfico individual de cada uno de sus miembros. Sencillamente, el nieto que convive con su abuelo sabe que éste fue nieto en un momento anterior y recibe a su través el bagaje de ideas, valores, ceremonias e imágenes legadas por ese pasado no experimentado en su propia persona. El filósofo José Ortega y Gasset expresó hace ya tiempo este aspecto crucial de la vida humana con palabras certeras:

Pero la experiencia de la vida no se compone sólo de las experiencias que yo personalmente he hecho, de mi pasado. Va integrada también por el pasado de los antepasados que la sociedad en que vivo me transmite. La sociedad consiste primariamente en un repertorio de usos intelectuales, morales, políticos, técnicos, de juego y de placer. Ahora bien: para que una forma de vida —una opinión, una conducta— se convierta en uso, en vigencia social, es preciso «que pase tiempo» y con ello que deje de ser una forma espontánea de la vida personal. El uso tarda en formarse. Todo uso es viejo. O, lo que es igual, la sociedad es, primariamente, pasado, y relativamente al hombre, tardígrada[1].

El conocimiento, recuerdo y valoración de ese pasado colectivo y comunitario, de esa duración como grupo determinado en el tiempo y sobre el espacio, constituye la conciencia histórica de las distintas sociedades. Esa conciencia histórica, ese recuerdo y memoria compartida sobre el pasado colectivo, constituye un componente imprescindible e inevitable del presente de cualquier sociedad humana mínimamente desarrollada, de su sentido de la propia identidad, de su dinámica social, de sus instituciones, tradiciones, sistema de valores, ceremonias y relaciones con el medio físico y con otros grupos humanos circundantes. En otras palabras: pensar históricamente (cualquiera que sea el contenido y formato de ese pensamiento sobre el tiempo pretérito) constituye una de las facultades inherentes a las sociedades humanas por su misma condición de grupos finitos de individuos heterogéneos, con hábitos de existencia necesariamente gregarios y con capacidades racionales y comunicativas. Dicha concepción histórica de su pasado común es por tanto una pieza clave para la identificación, orientación y supervivencia de cualquier grupo humano en el contexto natural y cultural donde se encuentra emplazado. Y ello tanto en las sociedades primitivas estudiadas por la etnología como en las sociedades industriales avanzadas: ninguna de ellas podría funcionar operativamente sin tener una concepción de su pasado y de la naturaleza de su relación previa con otros grupos humanos coetáneos y coterráneos y con el medio físico. Así, por ejemplo, por pura auto-preservación, un determinado pueblo pastor subsahariano necesita conocer su derecho a llevar sus rebaños a ciertos pastos y lagos y recordar el tipo de relación, amistosa u hostil, que mantiene con otros pueblos pastoriles que utilizan los mismos recursos. Del mismo modo, el gobierno chino ha necesitado preservar el recuerdo histórico del Tratado de Nankín de 1842 para reivindicar con legitimidad y finalmente obtener la devolución de la colonia de Hong Kong por parte del Reino Unido en 1997.

Ciertamente, esa necesidad social de contar con una concepción del pasado comunitario, con una conciencia histórica propia, puede satisfacerse, y de hecho así se hace, con formas de conocimiento y de recuerdo muy diversas: mitos de creación, leyendas de origen, genealogías fabulosas, cosmogonías y doctrinas religiosas, etc. Ahora bien, como hemos de ver en detalle posteriormente, la concepción del pasado que ofrece la investigación histórico-científica es de naturaleza radicalmente diferente y contrapuesta: pretende ser verdadera y no ficticia ni arbitraría ni caprichosa; verificable materialmente y no incomprobable; causalista e inmanente al propio campo de las acciones humanas y no fruto del azar o de fuerzas inefables e insondables; racionalista y no ajena a toda lógica; crítica y no dogmática. En definitiva, sí bien la Historia científica no puede «predecir» fenómenos ni proporcionar ejemplos de conducta infalibles, sí permite explicar los orígenes del presente e iluminar las circunstancias de su gestación, funcionamiento y transformación. No en vano, la experiencia histórica de las sociedades es su único referente positivo, su único criterio de contraste, su única advertencia tangible, para construir y perfilar los planes y proyectos que se propone ejecutar, evitando así toda operación de salto en el vacío y toda actuación a ciegas o por mero tanteo. El historiador grecorromano Polibio, en el siglo II a. C, enunciaba ya esta tarea de pedagogía cívica propia de la literatura histórica clásica: «Ninguna educación es más apta para los hombres que el conocimiento de las acciones pasadas, [...] la instrucción y ejercicio más seguro en materia de gobierno es la enseñanza a partir de la Historia». Más recientemente, el sociólogo Robert Jervis declaraba en sentido análogo: «No podemos hallar sentido a nuestro medio circundante sin presuponer que, de algún modo y manera, el futuro tendrá alguna semejanza con el pasado»[2]. Al respecto, el novelista británico George Orwell también puso en boca de uno de los personajes de su obra 1984 unas palabras bien reveladoras: «El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado»[3].

Hay una demostración negativa de la radical necesidad del conocimiento histórico racional (en cuanto distinto del mítico y legendario) en nuestras sociedades presentes: ¿cabría imaginar un Ministerio de Asuntos Exteriores que no tuviera noción alguna del pasado histórico de su propio Estado y del de aquellos con los que tiene que relacionarse? ¿Sería posible una élite gobernante que careciera de conciencia histórica y ejecutara sus proyectos políticos, económicos o sociales en el ámbito interior o exterior sin referencia o conocimiento alguno del pasado? ¿Podría admitirse que los magistrados que tuvieran que juzgar delitos cometidos muchos años atrás decidieran aceptar como testigos de cargo a individuos que supuestamente poseyeran el don de la ubicuidad, la capacidad de viajar en el tiempo o la facultad de hablar con los muertos y la divinidad? Omitimos extendernos sobre los riesgos mortales implícitos en tales contingencias. Bastaría recordar aquí, a modo de prueba de imposibilidad, que uno de los rasgos que caracteriza a los Estados contemporáneos (y que aumenta en importancia según su potencia) es el volumen, densidad y eficacia organizativa de sus archivos históricos y la cuantía y formación de los investigadores y analistas que trabajan en ellos. No en vano, Marco Tulio Cicerón ya había advertido a sus compatriotas romanos en el siglo I de nuestra era: «Desconocer qué es lo que ha ocurrido antes de nuestro nacimiento es ser siempre un niño. ¿Qué es, en efecto, la vida de un hombre, si no se une a la vida de sus antepasados mediante el recuerdo de los hechos antiguos?». El historiador francés Pierre Vilar ha renovado esa advertencia más recientemente con idéntico propósito: «Una humanidad —global o parcial— que no tuviera ninguna conciencia de su pasado sería tan anormal como un individuo amnésico»[4]. En igual sentido se orientan las siguientes palabras del escritor Arturo Uslar Pietri:

Vivir sin historia es lo mismo que vivir sin memoria o por lo menos reducido a una mera memoria de lo inmediato y reciente. [...] Condenar a cada generación o a cada hombre a partir de cero, a enfrentarse a la experiencia sin eco, sin contraste, sin referencia, sin resonancias, sin situación, sería reducir la experiencia humana a una mera inmediatez sin sentido. [...] Robinson (Crusoe) pudo sobrevivir en la isla porque llevaba consigo su pasado. Un Robinson desposeído del pasado y lanzado a la isla del pleno presente estaría condenado a perecer.[5]

Por consiguiente, parece evidente la practicidad social y cultural de las disciplinas históricas: contribuyen a la explicación y entendimiento de la génesis, estructura y evolución de las formas de sociedad humanas pretéritas y presentes; proporcionan un sentido crítico de la identidad operativa de los individuos y grupos sociales; y promueven la comprensión de las tradiciones y legados culturales que conforman las complejas sociedades actuales. Y al lado de esta practicidad positiva desempeñan una labor crítica fundamental respecto a otras formas de conocimiento humano: impiden que se hable sobre el pasado sin tener en cuenta los resultados de la investigación empírica, so pena de hacer pura metafísica pseudo-histórica o formulaciones arbitrarias, caprichosas e indemostrables. La razón histórica, en suma, impone límites críticos y purgativos infranqueables a la credulidad y fantasía sobre el pasado de los hombres y sus sociedades: constituye un antídoto catártico y un severo correctivo contra la ignorancia que libera y alimenta la imaginación interesada y mistificadora sobre el pasado humano.

En este sentido, las ciencias históricas ejercitan una labor esencial de pedagogía, ilustración y filtro crítico en nuestras sociedades: son componentes imprescindibles para la edificación y supervivencia de la conciencia individual racionalista, que constituye la categoría básica de nuestra tradición cultural greco-romana y hoy universal. Sin graves riesgos para la salud del cuerpo social y su mismo porvenir, no es posible concebir un ciudadano que sea agente consciente y reflexivo de su papel cívico al margen de una conciencia histórica minimamente desarrollada y cultivada. Sencillamente, porque dicha conciencia le permita plantearse el sentido crítico-lógico de las cuestiones de interés público, orientarse fundadamente sobre ellas, asumir sus propias limitaciones de comprensión o información al respecto y precaverse contra las veladas o abiertas mistificaciones, hipóstasis y sustantivaciones de los fenómenos históricos. Esa utilidad funcional crítico-formativa y purgativa ha sido muy bien recogida por Pierre Vilar en una frase de sólo aparente simplicidad: «La Historia debe enseñarnos, en primer lugar, a leer un periódico»[6]. No otra cosa ha recordado el escritor Graham Swift con acierto: «La Historia nos enseña a evitar las ilusiones e invenciones; a dejar a un lado los ensueños, los cuentos, las panaceas, los milagros y los delirios; a ser realistas»[7]. En la misma línea argumental se enmarcan las consideraciones del informe oficial emitido en los Estados Unidos en 1994 por una comisión de historiadores encargada de revisar la situación de «la enseñanza de la Historia en las escuelas de la nación»:

El conocimiento de la historia constituye la precondición de la inteligencia política. Sin historia, una sociedad carece de memoria compartida sobre lo que ha sido, sobre lo que son sus valores fundamentales o sobre las decisiones del pasado que dan cuenta de las circunstancias presentes. Sin historia, no podríamos llevar a cabo ninguna indagación sensata sobre las cuestiones políticas, sociales o morales de la sociedad. Y sin conocimiento histórico y la indagación que lo produce, no podríamos obtener la ciudadanía crítica e informada que es esencial para la participación eficaz en los procesos democráticos de gobierno y para la plena realización por todos los ciudadanos de los ideales democráticos de la nación.[8]

No obstante esa practicidad obvia de las disciplinas históricas, es cierto que en el gremio de historiadores (y fuera de él) surge recurrentemente la duda sobre la importancia y el sentido de su labor y de la propia Historia académica. En gran medida, según nuestro leal saber y entender (sin duda falible), esa actitud pesimista y autocompasiva resulta en gran medida de la presencia de una producción histórica que, en virtud de su banalidad temática, su especialización atomizadora o su renuncia a establecer conexiones causales entre aspectos de la realidad histórica, abandona las funciones críticas y racionalistas que son atributos esenciales de su disciplina. Tal sería el caso, por ejemplo, de aquellas investigaciones históricas que concediesen idéntica importancia y valor para la dinámica general de una sociedad al cambio de sus gustos culinarios y a la transformación de su sistema político por una revolución interna o un desplome militar, con el agravante de considerar aquél como autónomo en su evolución. Tal sería el caso del historiador que considerase tan importante y significativo saber quién y cómo venció en la Segunda Guerra Mundial y quién y cómo triunfó en la liga de fútbol inglesa de 1940, con independencia de que ambos resultados de las investigaciones pertinentes fueran conocimientos históricos. Por fortuna, todo parece indicar que el diagnóstico pesimista yerra al pretender atribuir al conjunto de la Historia la pérdida de funcionalidad científica y social que afectaría a partes negligentes de la misma. Al fin y al cabo, bajo el amplio paraguas del vocablo «Historia», incluso la científica, siempre se han colado productos de muy diversa entidad, valor y calidad.

La prueba de la vitalidad funcional de la Historia científica y de su misma importancia socio-cultural reside en la atención que se presta a sus temas en la vida pública de las sociedades contemporáneas. En Gran Bretaña, por ejemplo, a principios de la década de los años noventa, con motivo de la reforma de la enseñanza secundaria de la Historia, el gobierno conservador de entonces encargó el estudio de la misma a una comisión independiente de historiadores profesionales bajo el significativo supuesto de que «la Historia era una materia tan importante y tan potencialmente polémica»[9]. En Francia, por su parte, en agosto de 1983, el gabinete socialista en el poder discutió los resultados de una encuesta nacional según la cual sólo un tercio de los jóvenes que entraban en la enseñanza secundaria conocían la fecha supuestamente emblemática de la Revolución francesa de 1789. Al término del debate, el entonces presidente de la República, François Miterrand, declaró que «la deficiencia de la enseñanza de la Historia se ha convertido en un peligro nacional»[10]. En la propia España, la demostración de la importancia de la Historia se ofrece paradójicamente de un modo negativo: la transición política desde la dictadura a la democracia a partir de 1975 (año del fallecimiento del general Franco) se hizo sobre la base de un acuerdo tácito entre las diversas fuerzas políticas para olvidar la guerra civil de 1936-1939 y la posterior represión franquista, a fin de evitar el riesgo desestabilizador que supondría todo lo que pudiera alentar la petición de responsabilidades y el ajuste de cuentas[11]. En los Estados Unidos, a su vez, el informe oficial de 1994 sobre la enseñanza de la Historia en la educación primaria y secundaria fue resultado de la «alarma social» creada por el descubrimiento de un gran porcentaje de alumnos que eran «históricamente analfabetos»: dos tercios de los estudiantes encuestados previamente no habían sabido indicar el siglo en el que había tenido lugar la Guerra de Secesión de 1861-1865, y, a título de anécdota significativa, hablaban de Malcolm Décimo (por Malcolm X) o del notorio revolucionario Vladimir I. Lennon (por Lenin).[12]

Pero, probablemente, no hay un caso más significativo de la importancia socio-política de la Historia que el que proporcionó en la entonces República Federal de Alemania la Historikerstreit (la querella de los historiadores). La polémica se inició en junio de 1986 con un denso artículo periodístico del historiador conservador Ernst Nolte («Un pasado que no quiere pasar») en el que abogaba por la relativización historicista del Holocausto de judíos ejecutado por las autoridades nazis durante la Segunda Guerra Mundial. A su juicio, el deliberado asesinato metódico e industrial de casi seis millones de judíos por el Tercer Reich habría perdido su monstruosa singularidad histórica a la vista de las matanzas que habían ocurrido con anterioridad y posterioridad, particularmente de los crímenes masivos practicados por los bolcheviques rusos durante la revolución soviética y la colectivización agraria (crímenes considerados por Nolte el modelo primigenio imitado por la propia barbarie nazi: «¿No fue el “archipiélago Gulag” más original que Auschwitz?»). La réplica contundente provino del filósofo neo-marxista Jürgen Habermas, que acusó a Nolte y a otros historiadores conservadores de tratar de expiar los crímenes nazis mediante un comparativismo fraudulento y de hacer una apología nacionalista encubierta del Tercer Reich y de la historia alemana contemporánea: «¿Puede alguien reclamar el legítimo legado del Imperio alemán y de las tradiciones de la cultura alemana sin asumir la responsabilidad histórica por las formas de vida que hicieron posible Auschwitz?». Seguidamente, y hasta enero de 1987, todos los grandes historiadores germano-occidentales entraron en un debate que captó la atención de la opinión pública y los poderes políticos en el país y fuera de él: los conservadores Michael Stürmer, Andreas Hillgruber, Klaus Hildebrand, Joachim Fest y Hagen Schulze para oponerse a Habermas; los liberales y socialdemócratas Hans-Ulrich Wehler, Jürgen Kocka, Hans Mommsen y Eberhard Jäckel en diverso grado de apoyo a sus posiciones.[13]

En esencia, la querella era mucho más que un debate historiográfico en el sentido meramente profesional y gremial del término. Se trataba ante todo de interpretar el conjunto del fenómeno histórico nacional-socialista y definir la actitud pública y política de los alemanes contemporáneos ante ese período de su reciente y trágica historia. O bien cabía interpretar que el nazismo estaba en relación de continuidad con estructuras históricas de la Alemania anterior (autoritarismo y militarismo del sistema político prenazi, cultura antidemocrática y antiliberal de sus élites dirigentes, respetabilidad social del extremo nacionalismo racista, presencia de planes expansionistas en influyentes círculos militares y económicos, etc.). O bien se afirmaba que los años 1933-1945 eran un período sui generis y accidental, «un paréntesis» casi fortuito, cuyos referentes eran internos: las obsesiones ideológicas del hábil demagogo que era Hitler y su antisemitismo como rasgo definitorio clave o exclusivo del nacional-socialismo.

La pretendida reducción del fenómeno nazi a su dimensión xenófoba y antisemita, entre otras cosas, permitía interpretarlo como un terrible estallido de irracionalismo manipulado por un grupo de ideólogos fanatizados y capaces de atraerse el apoyo de unas masas populares desesperadas por la intensa crisis socio-política y por la aguda depresión económica, eliminando la cuestión de la responsabilidad general alemana (tanto de sus élites dirigentes como de su electorado). El Tercer Reich aparecía así como «un régimen arbitrariamente impuesto al pueblo alemán y explicable por la capacidad demoníaca de seducción que poseía Hitler y por el éxito con el que supo manejar a las masas atomizadas».

Frente a esa última lectura propuesta por los historiadores más conservadores (dominante en las décadas de la más cruda Guerra Fría), desde los años sesenta los historiadores de tendencia liberal y socialdemócrata han venido subrayando los evidentes elementos de continuidad entre el Tercer Reich y la Alemania precedente (en particular la tradición militarista y autoritaria prusiana triunfante en la unificación de 1871). Además, esta corriente denunciaba el error de pretender arrancar el nazismo (con su ingrediente antisemita, su pangermanismo y su fobia antidemocrática) exclusivamente de la crisis económica de 1929 y subrayaba el equívoco de olvidar la colaboración de la burocracia civil y militar y de las derechas políticas en el acceso de Hitler al poder.

Como es evidente, de ambas interpretaciones históricas se derivaban distintas formas de entender la relación de los ciudadanos alemanes con su atormentado pasado reciente, con toda la carga política y cultural que ello tenía en la República Federal y tiene ahora en la nueva Alemania unificada: ¿es posible un patriotismo alemán sano y cívico que elimine el campo de exterminio de Auschwitz de su conciencia histórica o, por el contrario, es necesario integrar en él a Auschwitz como un elemento clave de su identidad social y colectiva? Y ello a sabiendas de que el Holocausto sigue siendo históricamente «singular» como crimen genocida, a pesar de las masivas matanzas de Stalin, en virtud de razones bien enunciadas por Raymond Aron:

La hostilidad basada en la lucha de clases ha cosechado no menos formas monstruosas y extremas que la basada en la incompatibilidad de razas. Pero si queremos ser rigurosos con los conceptos aceptaremos que hay una diferencia entre una filosofía cuya lógica es monstruosa y otra que puede dar lugar a una monstruosa interpretación.[14]

A nuestro modo de ver, «la querella de los historiadores» alemanes de 1986-1987, al igual que la más reciente «controversia Goldhagen» de 1996-1997,[15] han demostrado convincentemente hasta qué punto está viva y activa la función social de la Historia y de sus cultivadores profesionales en la sociedad industrial avanzada y pretendidamente «postmoderna». Recapitulando las enseñanzas de la primera, el historiador germano occidental Hinnerk Bruhns formuló en 1990 las siguientes reflexiones que compartimos y cuyo valor transciende el caso particular alemán:

Una concepción lúcida de la Historia debe integrar el conjunto de la historia alemana, con todas sus épocas positivas y negativas. [...] La tarea de la ciencia histórica no consiste en fabricar una tradición que suscite la aprobación general, sino en esclarecer los acontecimientos y estudiar sus causas. Ello implica revisar permanentemente y dar un carácter histórico a la imagen que tenemos de la Historia — y no relativizarla por razones políticas. [...] (El historiador) debe intervenir en la memoria colectiva para prevenir la utilización política, consciente o no, de imágenes o de representaciones estereotipadas. En ese sentido el historiador, junto con mirar al pasado, trabaja en favor del porvenir.[16]

En un sentido muy similar, pero refiriéndose a los países surgidos del desmembramiento de la antigua Unión Soviética, el filósofo polaco Leszek Kolakowski también ha advertido contra las tentativas de olvidar o deformar su incómoda historia reciente en favor de una imagen más aceptable y selectiva de la misma: «El pasado puede ser conjurado, pero lo que no se puede nunca es anularlo»[17]. Abundando en ese mismo tema, otro analista cualificado no ha dudado en escribir: «(El hipernacionalismo) será una fuerza que genere problemas a menos que se le ponga límites. La tendencia hacia una Historia nacional honesta es particularmente importante, puesto que la enseñanza de una Historia falsa y chauvinista es el principal medio para la expansión del hipernacionalismo»[18]. Quizá el último y más profundo y revelador de los esfuerzos de una sociedad contemporánea por ajustar cuentas con un pasado difícil y polémico sea el ofrecido por la nueva Suráfrica heredera y superadora del viejo régimen del apartheid (sistema de segregación y discriminación racial contra la población negra) vigente entre 1948 y 1994. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación establecida formalmente en 1995 y presidida por el arzobispo anglicano y antiguo activista contra el apartheid, Desmond Tutu, emitió en octubre de 1998 un completo informe sobre ese período histórico cuya introducción es digna de reseñar:

Habiendo mirado a los ojos a la bestia del pasado, habiendo solicitado y recibido el perdón, y habiendo hecho propósito de enmienda, seamos capaces de cerrar la puerta del pasado, no para olvidarlo, sino para evitar que nos aprisione.[19]

A la vista de los síntomas ominosos que hay en el presente escenario europeo e internacional, con su peligroso renacer del hipernacionalismo más xenófobo, de los fanatismos identitarios exclusivistas y del racismo más criminal y virulento, parece tanto más necesario afirmar en público la vigencia actual de la racionalidad histórica, su capacidad para discriminar objetivadamente la verdad del mito histórico, y su imprescindible practicidad social y ética para nuestros tiempos y nuestras sociedades[20]. El constante ejercicio de la razón histórica, por dolorosa, imperfecta y limitada que parezca o resulte, es siempre preferible a su dormición y su sueño. Aunque meramente sea porque esta última posibilidad, ya lo sabemos gracias al genio plástico de Goya, no sólo produce ficción y goce estético sino también monstruos repulsivos y sanguinarios. Así lo comprendió y sufrió en su propia carne el octogenario historiador ruso-judío Simón Dubnow en diciembre de 1941, durante la brutal destrucción por los nazis del superpoblado y exhausto gueto de Riga (Letonia). Antes de ser vilmente asesinado, un Dubnow indefenso y angustiado tuvo aún tiempo y presencia de ánimo para hacer un último llamamiento a sus jóvenes compatriotas: «Escribid y recordad»[21]. Así lo comprendió igualmente el escritor italiano Primo Levi, superviviente de Auschwitz y autor de páginas memorables sobre su inhumana experiencia como prisionero judío condenado al genocidio : «Si el mundo llegara a convencerse de que Auschwitz nunca ha existido, sería mucho más fácil edificar un segundo Auschwitz. Y no hay garantías de que esta vez sólo devorase a judíos».[22]

La vigilia racionalista de la práctica histórica implantada académica y socialmente constituye tal vez uno de los grandes obstáculos que se oponen a nuevas reediciones del monstruo de Auschwitz en diversas partes del mundo y bajo distintas banderas (sean éstas representativas de la nación, la raza, la religión, la etnia, el género, la lengua, la naturaleza o cualquier otra entidad). Y por eso mismo no debe permitirse, sin resistencia argumentada y pasional, su abandono y dejación por quienes tienen el deber profesional de ejercerla.




[1] José Ortega y Gasset, Historia como sistema y otros ensayos de filosofía, Madrid, Alianza, 1981, p. 44. La obra fue escrita originalmente en 1935.

[2] Polibio, Historia, Madrid, CSIC, 1972, libro I, cap. 1. Traducción de Alberto Díaz Tejera. Robert Jervis, Perception and Misperception in Internacional Politics, Princeton, Princeton University Press, 1976, p. 217.

[3] George Orwell, 1984, Barcelona, Destino, 1981, p. 262. La fecha de publicación original inglesa es 1949.

[4] Palabras de Cicerón en El orador, Madrid, Alianza, 1991, p. 87 (traducción de E. Sánchez Salor). Pierre Vilar, Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Barcelona, Crítica, 1980, p. 28.

[5] Arturo Uslar Pietri, «¿Qué nos importa la guerra de Troya?», Revista de Occidente, n° 87, 1970, pp. 290-298. La cita en pp. 291, 293 y 297.

[6] Pierre Vilar, op cit., p. 12.

[7] G. Swift, Waterland (Londres, 1984, p. 94). Citado en David Cannadine, «British History: Past, Present - and Future?», Past and Present, n° 116, 1987, pp. 169-191 (cita en p. 191).

[8] Gary B. Nash y Charlotte Crabtree (coord.), National Standards for United States History, Los Angeles, University of California, 1994. Consultado a través de su página en la red: http://www.sscnet.ucla edu/nchs. El informe fue redactado por el National Council for History Standards, compuesto por 30 miembros escogidos entre asociaciones profesionales como la Organization of American Historians, Organization of History Teachers, National Council for the Social Studies, American Historical Association, etc. Cfr. Gary B. Nash, Ch. Crabtree y Ross E. Dunn, History on Trial: Culture Wars and the Teaching of the Past, Nueva York, Alfred K. Knopf, 1996.

[9] Department of Education and Science, History for Ages 5 to 16. Proposals of the Secretary of State, Londres, D.E.S., 1990, p. 3.

[10] The Economist, 24 de septiembre de 1983.

[11] Paul Preston, «Venganza y reconciliación: la guerra civil española y la memoria histórica», en B. Ciplijauskaité y Ch. Maurer (ed.), La voluntad de humanismo. Homenaje a Juan Marichal, Barcelona, Anthropos, 1990, pp. 71-87. Paloma Aguilar, Memoria y olvido de la guerra civil, Madrid, Alianza, 1996. Santos Julia, «Rastros del pasado», El País, 25 de julio de 1999. La reciente polémica suscitada durante el invierno de 1997-1998 por el malogrado decreto gubernamental de reforma de la enseñanza de las humanidades podría considerarse un síntoma de cambio sobre el particular. Véase al respecto José María Ortiz de Orruño (ed.), Historia y sistema educativo, Madrid, Ayer, n° 30, Marcial Pons, 1998.

[12] Arnaldo Testi, «II Passato in pubblico: un dibattito sull’insegnamento della storia nazionale negli stati uniti», Cromohs (Florencia), n° 3, 1998, pp. 1-39 (la cita en p. 9 y nota 15). Dirección de la revista en la red: http://www. unifi. it/riviste/cromohs.

[13] Charles S. Maier, The Unmasterable Past: History, Holocaust, and German National Identity, 2a ed., Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1997. Richard J. Evans, In Hitler’s Shadow. West German Historians and the Attempt to Escape from the Nazi Past, Londres, Pantheon Books, 1989. Geoff Eley, «Nazism, Politics and the Image of the Past: Thoughts on the West German Historikerstreit», Past and Present, n° 121, 1988, pp. 171-208. Jürgen Kocka, «German History before Hitler: The Debate about the German Sonderweg», Journal of Contemporary History, vol. 23, nº 1, 1988, pp. 3-16. Véase también la recensión de Imanuel Geiss a las obras de Evans y Maier en el Bulletin of the German Historical Institute (Londres), vol. XIII, n° 2, 1991, pp. 33-38. Los textos más importantes del debate han sido traducidos y publicados por James Knowlton y Truett Cates, Forever in the Shadows of Hitler: Original Documents of the Historikerstreit, the Controversy Concerning the Singularity of the Holocaust, Atlantic Highlands, N. J., 1993. Cfr. Peter Baldwin (ed.). Reworking the Past: Hitler, the Holocaust, and the Historians’ Debate, Boston, Beacon Press, 1990.

[14] Raymond Aron, Clausewitz, Nueva York, Simón and Schuster, 1986, p. 369. Reproducido en Charles S. Maier, op. cit., p. 78. Una idea muy similar ha subrayado recientemente otro destacado intelectual poco afecto al marxismo, Bernard-Henri Levy («El “caso Nolte”: respuesta a Jean-François Revel», El Mundo, 19 de mayo del 2000): «El problema Nolte [el historiador Ernst Nolte] comienza cuando, demasiado ocupado en eliminar el tabú que impedía ver lo que tienen en común comunismo y nazismo, él mismo se torna ciego y sordo a las características, no menos numerosas, que les separan. Algo que se debe a su incapacidad de ni siquiera plantearse la idea misma de una singularidad en el Holocausto, un crimen inscrito, ciertamente, en su época, pero cuya intención, así como cuyos procedimientos, superan en monstruosidad al exterminio efectuado, primero por Lenin y, después, por Stalin, de la burguesía rusa, de los kulaks y de los chechenos».

[15] La querella de 1986-1987 parece haber resurgido bajo otro formato con motivo de la publicación del libro de Daniel Jonah Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto (edición española: Madrid, Taurus, 1997). El autor subraya que el proyecto genocida no fue obra de una pequeña élite fanatizada y dirigida por Hitler (los «nazis» o las «SS»), sino que contó con la entusiasta colaboración de centenares de miles de alemanes «corrientes» y fervientemente antisemitas. Sobre la consiguiente «controversia Goldhagen» en Alemania y en el resto del mundo véanse: Hernando Valencia Villa, «Alemania y el Holocausto», Claves de Razón Práctica, n° 72, 1997, pp. 59-60; Santos Julia, «La culpa individual en el Holocausto», El País, 27 de diciembre de 1997; Josef Joffe, «Godlhagen in Germany», New York Review of Books, 28 de noviembre de 1996; Marina Cattaruzza, «Review of Goldhagen», Cromohs, nº 3, 1998, pp. 1-5; y Javier Moreno Luzón, «El debate Goldhagen», Historia y Política, nº 1, 1999, pp. 135-159. Véase también la recensión de esa polémica en El País, 2 de diciembre de 1997.

[16] H. Bruhns, «El inaccesible pasado alemán», El correo de la Unesco (París), abril 1990, pp. 4-9.

[17] L. Kolakowski, «A Calamitous Accident», The Times Literary Supplement (Londres), 6 de noviembre de 1992, p. 5.

[18] J. J. Mearsheimer, «Why we will miss the Cold War», Atlantic Monthly, agosto de 1990. Citado en Frank Füredi, Mythical Past, Elusive Future History and Society in an Anxious Age, Londres, Pluto, 1993, p. 12.

[19] El texto del informe (The Report of the Truth and Reconciliation Commission), presentado al presidente Nelson Mándela el 29 de octubre de 1998, consta de 5 volúmenes que configuran un auténtico y completo estudio histórico de la época, recogen el testimonio de 21.000 testigos y analizan 31.000 casos de violaciones de derechos humanos. Puede consultarse en la página web de la Comisión, cuya dirección es: http://www.truth.org.za. Cfr. John Carlin, «Dura transición en Suráfrica», El País, 1 de noviembre de 1998. Un precedente del informe surafricano pudiera ser el informe emitido en Chile por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación en 1991. Aunque carente del éxito político de su homólogo surafricano (sobre todo por la resistencia del Ejército chileno a asumirlo), el llamado informe Rettig tuvo la virtud de reconocer que un mínimo de 2.025 personas sufrieron graves violaciones de sus derechos humanos con resultado de muerte a manos de agentes del Estado durante el período de dictadura del general Pinochet, entre 1973 y 1989. Texto del informe en: http://www.derechoschile.com/espanol/rettig.htm. Para el caso argentino véanse las actas del simposio Contra la Impunidad, Barcelona, Icaria, 1998.

[20] A título de mero ejemplo de la actualidad de esos peligros baste citar el fuerte peso de una concepción metafísica de la Historia en el reciente problema de Kosovo y en la reacción serbia ante el mismo. Sobre el particular, véanse los ponderados artículos del ensayista serbio Ivan Colovi titulado «El laurel de oro de la política serbia» (El País, 7 de noviembre de 1998) y de la socióloga serbia Mira Milosevich, «Kosovo: el mito como programa» (El País, 20 de febrero de 1999).

[21] Citado en Michael Marrus, The Holocaust in History, Harmondsworth, Penguin Books, 1993, p. xiii. Nacido en la Rusia de los zares, Dubnow había tenido que huir a Berlín para escapar de la revolución bolchevique de 1917. Tras el ascenso nazi al poder prefirió exiliarse en Letonia antes que partir hacia Palestina porque se consideraba un judío de la Diáspora. Entre otras obras, era autor de una magna Historia de los judíos de Rusia y Polonia (publicada en Filadelfia en tres volúmenes entre 1916 y 1920) y de una aún mayor Historia mundial del pueblo judío (publicada en alemán en diez volúmenes entre 1925 y 1929).

[22] Palabras de Levi recogidas en Ronnie S. Landau, The Nazi Holocaust, Chicago, Ivan R. Dee, 1994, p. 10. Sobre Levi y su relación con el Holocausto véase Tony Judt, «The Courage of the Elementary», The New York Review of Books, 20 de mayo de 1999.

No hay comentarios: